Érase una viejecita
sin nadita
que comer
sino
carnes, frutas, dulces,
tortas,
huevos, pan y pez.
Bebía
caldo, chocolate,
leche,
vino, té y café,
y la pobre
no encontraba
qué comer
ni qué beber.
Y esta
vieja no tenía
ni un
ranchito en que vivir
fuera de
una casa grande
con su
huerta y su jardín.
Nadie,
nadie la cuidaba
sino Andrés
y Juan Gil
y ocho
criados y dos pajes
de librea y
corbatín.
Nunca tuvo
en qué sentarse
sino sillas
y sofás
con
banquitos y cojines
y resorte
al espaldar.
Ni otra
cama que una grande
más dorada
que un altar,
con colchón
de blanda pluma,
mucha seda
y mucho olán.
Y esta
pobre viejecita
cada año,
hasta su fin,
tuvo un año
más de vieja
y uno menos
que vivir.
Y al
mirarse en el espejo
la
espantaba siempre allí
otra vieja
de antiparras,
papalina y
peluquín.
Y esta
pobre viejecita
no tenía
que vestir
sino trajes
de mil cortes
y de telas
mil y mil.
Y a no ser
por sus zapatos,
chanclas,
botas y escarpín,
descalcita
por el suelo
anduviera
la infeliz.
Apetito
nunca tuvo
acabando de
comer,
ni gozó
salud completa
cuando no
se hallaba bien.
Se murió
del mal de arrugas,
ya
encorvada como un tres,
y jamás
volvió a quejarse
ni de
hambre ni de sed.
Y esta
pobre viejecita
al morir no
dejó más
que onzas,
joyas, tierras, casas,
ocho gatos
y un turpial.
Duerma en
paz, y Dios permita
que
logremos disfrutar
las
pobrezas de esa pobre
y morir del
mismo mal.
Rafael Pombo (Colombia)